Los encantados

La Sra. Fischer estaba sentada en el centro de la habitación principal de su modesto hogar, con las piernas cruzadas y la mano derecha sobre el antiguo piano que llevaba años en su familia. Su mirada, frívola y agotada, se encontraba fija sobre la enorme fotografía colgada en la pared, que retrataba su antigua visita al castillo de Peckforton. Junto a la silla central, con una mirada aún más fija que la de la elegante dama, estaba su hija Karen, quien toda su vida había sido su única y más entrañable compañía.

Bajo el enorme marco del muro yacían tres caninos: Stefan, Gerhard y Josef, todos alineados con las pequeñas alas del cuervo Thomas. Los cuatro animales lucían relucientes e impecables gracias a los cuidados de su dueña. Stefan, el más viejo de todos, había sido su mascota por los últimos cincuenta y seis años.

—Míralos, Karen. Nunca ladran, nunca se mueven y nunca me dan la menor molestia. Son muy importantes para mí y aún permanecen conmigo. ¿Ya te he contado sus historias? Estoy segura de que sí. Todos ellos me han acompañado en diferentes partes de mi vida y aún están aquí. Merecen todos los mimos posibles, por eso me aseguro de que estén limpios todos los días y siempre tengo sus trastes de comida llenos. Nunca comen, pero me gusta que siempre tengan una buena ración frente a ellos para el día en el que tengan apetito. Quizá no lo dicen, pero sé que me quieren tanto como yo a ellos.

La débil mujer se levantó de esa silla y, con lentos y arrastrados pasos, se acercó a sus antiguas mascotas. Una vez que llegó a ellos, los frotó con sus blancas y arrugadas manos y contempló la belleza que los adornaba.

—Qué pieles tan suaves tienen, Karen, es el resultado de lo que todos mis cuidados logran. Los amo y no podía dejarlos ir, así que no lo hice. Las maravillas de la taxidermia son increíbles, es como si hubiera hecho un encanto para dejarlos conmigo para siempre.

El sonido profundo de las campanadas del reloj se escuchó por toda la casa, indicándole a la Sra. Fischer que era hora de salir a su terapia médica habitual.

—Treinta minutos… O llego a tiempo o tendré que esperar un mes para que el doctor tenga otro espacio disponible.

La anciana soltó a Josef y se apresuró a salir, no sin antes darle el discurso de todas las semanas a Karen:

—Te los encargo mucho, yo regreso en la noche. Ya sabes que no dan ningún problema.

Tomó su abrigo y se preparó para salir. No obtuvo respuesta alguna de su hija cuando colocó su petrificado cuerpo frente a los de sus perros.

Imagen: Quinn Dombrowsky en Flickr.

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