La ola de Chalchiuhtlicue

Un té tibio, una mirada cansada y una melancolía interna eran todo lo que rodeaba las mañanas de Doroteo Ávila. Una larga vida dedicada a la pesca ahora imploraba descanso y tranquilidad.

Su silla de paja, tejida por él mismo, lo esperaba al salir el sol cada mañana para ser su asiento y su lugar de tranquilidad junto al faro del puerto. «Quien diga que es necesario estar dentro del mar para contemplar su belleza será un loco o un hablador», pensaba el humilde hombre.

Había pasado su vida entera frente a esas aguas. Sus ojos habían visto miles de olas reventar contra la arena. Guardaba cientos de memorias de espuma siendo liberada y luego absorbida nuevamente, perfectos recuerdos de cada escenario por el que pasaba con su pequeña barca, mientras esperaba que algún pez aceptara sucumbir para tener algo con qué alimentarse y no ser él quien sucumbiera. No había duda de que su humildad, sus historias y su sencillez lo habían hecho ganarse el cariño del pueblo entero.

—Buen día, don Doroteo —saludó con gracia una pescadora que apenas comenzaba a introducirse en el negocio—. Fuertes las olas de hoy, ¿eh?

—Nunca tan fuertes para mí, señorita. No hay fuerza alguna en esta tierra que impida el ritual matutino de Doroteo Ávila.

Era cierto que todo el tiempo su blanca y recortada barba le abría paso al carisma de su sonrisa, pero el anciano usaba ese semblante para ocultar lo que en realidad sentía.

El mar era imponente frente a él y a veces sentía que la furia que mostraba era una burla que le gritaba en lo más profundo de su oído. Sus días ya habían pasado, sus huesos no podían embarcarse una vez más y no tenía siquiera un hijo, mucho menos un nieto, a quien transmitirle la tradición que le dio sentido a su vida. Le llenaba de pena que todo su conocimiento y sus aventuras fueran a quedar ahí, en su mente, guardados para siempre sin ser compartidos, pero el mayor dolor era traído por la impotencia de escuchar el sonido de las olas y no poder introducirse a navegarlas otra vez.

—Ayúdame, Chalchiuhtlicue —susurró mientras contemplaba cómo el calor del sol se reflejaba en un camino lineal sobre el mar—. Tú, que tienes fama de compartir a tus primogénitos, haz que la historia de este viejo no tenga este inminente final.

La leyenda local del pueblo contaba que cada noche de luna menguante, pasadas las dos de la mañana, la ola más fuerte de toda la velada se hacía escuchar con una furia impresionante y, al lanzarse mar afuera, recibía una brisa de agua divina que le caía del cielo. La brisa era enviada por la diosa Chalchiuhtlicue, aquella que alguna vez con un gran diluvio hizo caer toda el agua del cielo para extenderla sobre la Tierra.

Los residentes más antiguos, incluso más longevos que el mismo Doroteo, contaban que quien se introdujera al mar, se metiera en la ola de Chalchiuhtlicue y recibiera su brisa saldría del agua con un niño tomado de su mano, un niño que provendría del regazo de la antigua diosa y que sería ofrecido como regalo para que él pudiera disfrutar lo que dejó la enorme tormenta que años atrás ella envió.

—Solo un descendiente podría hacer feliz a este pobre viejo.

Un viejo que con tal de compartir sus hazañas estaba dispuesto a morir en el intento.

La noche de ese mismo día estaba marcada en el calendario con el dibujo de una luna en curva, lo que indicaba que menguaría y que le daría la oportunidad al pescador de recibir lo que tanto anhelaba.

Doroteo ni siquiera se planteó la posibilidad de compartir la idea de su aventura con alguien más. Pensó que, de hacerlo, todos lo tacharían de loco e impedirían que un «pobre anciano» se sumergiera en la inmensidad del mar por su cuenta.

La noche llegó. Los arrugados pies del pescador daban pasos arrastrados sintiendo la arena introducirse entre sus dedos. Dio un vistazo a la luna y la miró como si su diosa estuviera sentada en aquella forma de cuna que esa noche se mostraba.

El agua comenzó a mojar sus tobillos y poco a poco se apoderó de su pesquero. No tenía idea de qué hora era, pero esperaba alguna señal divina que le indicara cuál ola era la que debía tomar, si es que otra no lo tomaba a él primero.

Los minutos que se convertían en horas pasaban lentamente, pero su determinación no tenía prisa alguna. Si esos iban a ser sus últimos momentos, quería vivirlos con calma. La esperanza debería ser lo último en rondar su corazón al dar el soplo final.

Un sonido largo y constante lo hizo mirar hacia el frente y vio cómo una gran cantidad de agua y espuma se revolvía frenéticamente y formaba una gran ola que seguramente lo arrastraría hasta la orilla en unos segundos. Era la más grande que había visto hasta el momento, pero podría haber más grandes conforme la noche avanzara. Ignoró este hecho cuando sintió que la luna le susurraba que esa era la indicada.

Con ambas manos puestas sobre su pecho, dio los que pensó que serían sus pasos finales y adentró su frágil cuerpo en la violencia que rodeaba ese gran cúmulo de agua. No fue necesario poner fuerza adicional, pues la naturaleza se encargó de hacer rebotar su ser en medio de la ola que lo ilusionaba.

Esperaba sentir una brisa cayéndole del cielo, pero en su lugar sintió chorros de agua lanzándosele por todas partes, chorros que después se disiparon cuando su cuerpo entero quedó bajo el mar.

«Que este viejo sea recordado por haber muerto en la búsqueda de compartir las aventuras que llenaron su vida. Le entregué mi vida al mar; si ahora él quiere llevarme, que así sea».

Y entonces, la calma. La ola llegó hasta la orilla sin Doroteo, quien quedó en el mismo lugar donde se había introducido momentos atrás. El mar parecía sorprendentemente callado, como si le dedicara un minuto de silencio por la valentía que había mostrado al enfrentársele. El anciano pescador tomó impulso y se puso de pie. No había más olas y no había nada cayéndole encima, mucho menos un niño junto a él tomando su mano o abriéndole sus brazos.

Doroteo bajó la vista. La decepción se mezcló con la alegría de su coraje y se sentía mejor que nunca al haber demostrado lo que sostenía: que no había fuerza alguna que pudiera con él.

Se decidió a emprender el camino de regreso y salió del mar cubierto con un frío que lo derrotaba. Con pasos lentos fijó su mirada en su pequeño hogar que lo esperaba a la distancia.

No se detuvo a prestarles atención a las huellas que dejaba en la arena, las cuales se volvían más pequeñas con cada paso que daba. Al llegar a casa, sus manos lucharon por alcanzar la perilla de la puerta y, al no conseguirlo, se echó al piso a llorar sin control. Sus pies, ahora diminutos y sin arrugas, jugaban con la arena, mientras Chalchiuhtlicue sonreía y se columpiaba en la luna.


Esta historia ganó el primer lugar de Jalisco en el concurso literario La Juventud y la Mar, organizado por la Secretaría de Marina-Armada de México en 2014.

Imagen: Mescalinart Peyotl en Flickr.

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