
Carlitos llevaba en su mochila todo lo que necesitaría ese día en la escuela: una cartulina, un bote de pintura azul y unas tijeras.
Estaba emocionado. Su maestra les había dicho que ese día harían una actividad con pintura y que les recomendaba llevar alguna camisa vieja o maltratada para evitar mancharse el uniforme.
A él eso no le importaba, quería ensuciarse. Le encantaba jugar con todo tipo de cosas y sustancias: plastilina, tierra, bloques… Crear y construir era su pasión, pero nada lo satisfacía tanto como la pintura. Siempre quería esparcirla y lanzarla, aunque eso le dejara manchas en la ropa. Le gustaba mucho ver cómo, sin intención, esas manchas formaban nuevos colores por toda su camisa.
Corrió apresurado a su butaca y escuchó a su maestra. La instrucción era simple: tenía que verter su pintura en un contenedor, poner sus manos sobre ella y luego plasmarlas muchas veces sobre la cartulina blanca, para escribir su nombre debajo de sus huellas.
Pensó que eso era muy fácil y rápido, por lo que le sobraría mucho tiempo para recortar el resto de su cartulina y jugar con la pintura sobre ella. Genial.
Extendió su cartulina, vació su pintura y se preparó para comenzar. Su mamá le había metido a su mochila una camisa vieja, pero él la sacó a último momento sin que ella se diera cuenta. Creía que las manchas que se hiciera solo mejorarían su aburrido uniforme. «Aunque mi mamá es fanática del blanco», pensó.
Estaba a punto de llenar sus manos de azul, cuando escuchó un ruido en el piso. Volteó y ahí estaba Anita, acostada en el suelo, vestida con una enorme camisa de su papá, con un bote de pintura amarilla derramado junto a ella. Se había tropezado con la pata de una silla y había tirado toda su pintura encima de su cartulina.
Carlitos corrió hacia donde estaba y le extendió el brazo para ayudarla a levantarse, pero ella no quería. Estaba llorando en el piso y quería quedarse ahí.
—No llores —le dijo—. Te puedo compartir de mi pintura azul, tengo mucha.
—Es que no me gusta el azul —contestó sollozando—. Igual no importa, mi mamá me dio dos botes de pintura amarilla y todavía tengo el otro. Siempre me pone dos cosas de todo. Supongo que ya sabe que soy muy torpe… Lo que ya no tengo es cartulina, se manchó toda.
Aunque tenía muchas ganas de jugar después, Carlitos fue por sus tijeras, recortó su cartulina a la mitad y le llevó un pedazo a Anita.
—Toma —le dijo, ayudándola a levantarse—. Yo tengo una completa.
Y ambos comenzaron a meter sus manos en sus respectivos botes de pintura y a plasmarlas tantas veces como fuera posible sobre sus cartulinas. De vez en cuando, sin querer, se encontraban mirándose el uno al otro y se reían cada que se descubrían haciéndolo. Anita intentaba voltear a otro lado cuando eso pasaba. Le costaba mucho trabajo no sonrojarse.
Los minutos pasaron hasta que el timbre del recreo sonó. Antes de salir, los dos niños compararon sus cartulinas. Anita había puesto más huellas que Carlitos.
—¡Te gané! Mis manos son más pequeñas que las tuyas —dijo sonriendo.
Y Carlitos también sonrió. Por alguna razón, haber convertido las lágrimas de su amiga en risa lo hacía sentir muy bien.
Verle su largo cabello rubio con pequeñas gotas de pintura lo hacía sentir muy bien.
Ver su sonrisa, a la que le faltaban dos dientes, lo hacía sentir muy bien.
Anita lo hacía sentir muy bien.
Su maestra les dijo que era hora de salir a comer algo y ambos niños se apresuraron a la puerta. Se miraron el uno al otro y Anita se sonrojó otra vez. Esperaba que algo pasara, pero, ante la falta de iniciativa de su compañero, fue ella quien estiró su mano manchada de amarillo; Carlitos, lleno de azul, la tomó lentamente.
Algo extraño le pasó a Carlitos cuando le apretó la mano. Sentía que, de repente, no quería soltarla. Se imaginó caminando junto a ella por todo el patio, por toda la escuela, por todo el mundo.
Esa mañana caminaron juntos durante el recreo. Cuando el timbre sonó, ninguno quería separarse, pero se dieron cuenta de que desde ese momento ya no estarían realmente separados. Algo había cambiado.
Carlitos ya no era Carlitos y sus manos ya no eran azules.
Anita ya no era Anita y sus manos ya no eran amarillas.
Ahora ambos estaban juntos y eran uno solo.
Eran verde.
Imagen: Jeff Ward en Flickr.
Hola! Sigo tu blog desde «La nueva secretaria» aunque ya me he leido todas jajaSenti que tenia que compartirte que habia estado teniendo una mala semana pero luego me encontre con que habias escrito «Huellas de Pintura» y al leer el final tenia en mi cara una sonrisa que hace dias que no veia =)GRACIAS! En Costa Rica tienes una seguidora fiel =) abrazos!
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Un bonito relato :). Veo que compartimos en interés por la escritura. Me alegra mucho haber conocido tu blog, así que me quedo por aquí.¡Un saludo!
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