Las palabras del silencio

15 de agosto
Mis manos están dentro de mis bolsillos en forma de puño por el frío que tengo. Son las seis de la mañana. Mi mochila está colgada en mi hombro, mis ojos apenas están abiertos y la multitud se aglomera en la parada del autobús.

Tengo sueño. Es lunes y estoy desvelado por terminar de escribir los cuatro reportes que tengo que entregar en la universidad hoy. No dormí nada anoche, ni la noche anterior, ni la que pasó antes de esa. Mis fines de semana estaban resumiéndose en eso últimamente: pasar el tiempo frente a mi computadora, escribiendo reportes y ensayos sobre temas que no estaba seguro de comprender.

Siento mi cansancio y me pregunto por qué cuando mi amigo me ofreció pasar por mí todas las mañanas en su auto le dije que no. No quería ocasionar problemas, pero realmente ahorraría tiempo y energía de haber aceptado.

El semáforo frente a mí cambia su luz a verde y los autos comienzan a avanzar. Vislumbro mi autobús viniendo en mi dirección y estiro mi brazo para que el conductor lo vea y se detenga. Una señora que lleva a dos niños de la mano también planea abordar y, cuando el autobús se detiene, la ayudo con sus pequeños.

Subo, pago y me siento en el lugar que acostumbro: en la penúltima fila, del lado del conductor, junto al pasillo. Siempre tengo la fortuna de alcanzar un asiento, una de las ventajas de que mi universidad no esté en una zona muy concurrida.

Tengo la discusión mental de todos los días, en la que debato si debería escuchar música o leer durante mi trayecto. Termina ganando la lectura, como siempre, por el constante temor de que alguna persona vea mis audífonos, piense que tengo un celular costoso y se acerque a asaltarme.

Saco una novela de mi mochila y comienzo a leerla en la parte en la que me quedé el día anterior. Me introduzco tanto en la historia que me pierdo y el trayecto de casi una hora se siente menos largo.

El autobús avanza durante un rato y, en cierto momento, dos calles antes de llegar a mi universidad, se sacude bruscamente. Un auto ignora una señalización y se atraviesa frente a mi autobús, por lo que este frena violentamente, para evitar chocar con él. Por instinto, aprieto con fuerza la agarradera del asiento frente a mí y miro hacia todos lados. Escucho los gritos y las bocinas por doquier, pero, afortunadamente, todo está bien.

Los pasajeros van eliminando el susto de sus caras, algunos incluso tras haber despertado de sus sueños. Me pongo de pie para dirigirme a la puerta trasera y bajar en la siguiente calle. Camino… y es en ese momento, en el estrecho pasillo del autobús, entre todas esas personas, entre los gritos de los conductores… que te veo.

Son tres segundos, máximo, en los que fijo mi mirada en ti, pero en ellos puedo darme cuenta de casi todo.

Toco el timbre del autobús. Se detiene y me abre las puertas. Bajo y comienzo a caminar pensando en esos segundos, en esa imagen tuya.

Jamás te había visto. ¿Será que tomas este autobús diario o solo fue algo de hoy?
No vienes a esta universidad y es casi el final de la ruta, ¿a dónde vas?
Te sentaste en la misma fila que yo, pero del otro lado del pasillo. ¿Ya lo habías hecho o eliges un asiento distinto cada día? ¿De verdad has estado tan cerca cada mañana y no te había visto?
Y, sobre todo, ¿qué tienes? ¿Por qué, siendo tan linda, tu mirada estaba tan perdida fijándose en el piso? Reconocería ese tipo de ojos donde sea, porque yo los he tenido y los tengo todavía, de vez en cuando. Ese instante en que te vi me aseguró que a ti también te pasa algo y que tú también has sufrido… pero lo estás intentando.

Me dirijo a mi salón de clases y comienzo mi día. Lamento admitirlo, pero, tras pensar en ti por un par de horas, te vas de mi mente. Tengo tantas cosas que hacer que parece que mi cabeza no tiene espacio para otra cosa, ni siquiera para alguien como tú.

22 de agosto
¡Cómo odio la ciudad! Salgo de mi casa y todo parece normal, pero, a medida que avanzo, un aire helado comienza a impactar mi cuerpo, veo miles de hojas volar por los aires y escucho un trueno en el cielo.

La lluvia se hace presente y en cuestión de segundos una enorme tormenta está encima de mí. Me grito mil groserías en mi cabeza por no llevar un paraguas, aun cuando sé que nunca se puede confiar en el clima de aquí.

Corro a la parada del autobús y tengo la fortuna de que el mío está ahí, detenido frente al semáforo. Me apresuro y llego justo a tiempo. Abordo, tomo mi asiento de costumbre y, enojado, pongo mi mochila a un lado. Sacudo las gotas de agua de mi ropa y me envuelvo en mi chamarra, deseando no enfermarme después.

Respiro agitadamente y todo me molesta: que el autobús no apague todas sus luces, que la persona frente a mí tenga la música tan fuerte a pesar de estar usando audífonos, que el conductor acelere como si quisiera matarnos a todos…

Pienso en que no puedo ser el único notando que vamos a toda velocidad y observo a mi alrededor… o al menos pretendo hacerlo, porque, en cuanto giro mi cabeza hacia la derecha y veo el asiento del otro lado del pasillo, mi mirada se queda ahí; eres tú, de nuevo.

Dejaste suelto tu cabello castaño y estás envuelta en un abrigo rojo. No comprendo qué me sucede e intento controlar ese impulso de hablarte, de preguntarte todo, de decirte que el otro día me atrapaste de una manera que no logro entender. Me das mucha curiosidad, pero no quiero asustarte. Despiertas en mí la misma sensación del lunes pasado y ahora agradezco al cielo por la lluvia, por haberme hecho correr para alcanzar el autobús y encontrarte ahí.

Intento deducir a dónde vas, pero fallo. No llevas nada… ni una mochila, ni un libro, ni un accesorio… nada, solo un pequeño bulto en el bolsillo de tu pantalón, el cual supongo que es tu celular. Ojalá tuviera el valor de hablarte… pero no, soy muy tímido para hacer cosas así. Jamás me atrevería, no quiero molestar… y debo aceptar la realidad: te ves demasiado linda para alguien como yo.

El camino entero se pasa mientras estoy sumido en esos pensamientos y llega la hora de descender. Cuando me levanto de mi asiento, fijo mi mirada en ti. Pienso que quizá no me atrevo a hablarte, pero que podría tener alguna mínima posibilidad si te sonrío, si te hago saber que existo.

Sin embargo, no me miras. Mantienes tus ojos mirando hacia el piso, como siempre, con esa mirada perdida.

24 de agosto
Han pasado dos días desde que te vi y, justamente como ayer, no estás. Tu asiento preferido está vacío. He notado que cuando no te encuentro, nadie más se sienta ahí. Pareciera como si el destino ordenara que ese lugar es para ti, que todos deben respetarlo y que nadie puede interferir con la forma en que has hecho ese rincón tan tuyo. Solo Dios sabe por lo que estás pasando y en qué tanto piensas cuando te sientas ahí.

Me pregunto dónde estás, cómo estás… Temo no volver a encontrarte.

29 de agosto
Apenas subo al autobús te busco con la mirada, como todos los días… y ahí estás. Sonrío instantáneamente y el conductor me mira extrañado. El día apenas comienza, pero yo ya siento que será uno grandioso, porque me llena de emoción verte.

Tomo mi asiento, pongo mi mochila en mis piernas y te miro. Te ves igual que siempre: pensativa, triste, cansada. Estoy seguro de que, si te conociera, también sabría que eres una persona amable, generosa, divertida… ¿Por qué estarás sufriendo? ¿Nadie se dará cuenta? ¿O… estarás sola?

Las preguntas atraviesan mi mente y creo que mi obviedad me delata, porque sucede lo que yo deseaba que pasara y que en ese momento me toma por sorpresa: me miras. Por primera vez giras tu cabeza y fijas tus ojos en mí. Veo tu rostro completo, ya no solo tu perfil mientras observas el piso.

Conectamos las miradas. Me miras extrañada, confundida, preguntándote si el hecho de que yo te observe tanto es algo bueno o malo. Me inundan las dudas y no sé cómo reaccionar, porque no quiero que pienses mal. Caigo en cuenta de que lo adecuado sería reaccionar de alguna manera… pero tanto pensar agota mi tiempo, porque, cuando me decido a sonreír, ya estás mirando el piso otra vez.

Siento el color subir a mi rostro. Te continúo buscando la mirada durante el resto del camino, pero ya no volteas. Llega el momento de bajarme y, cuando me levanto de mi asiento, intento pasar cerca de ti, para ver si así miras hacia arriba y nos encontramos de nuevo… pero todo es en vano.

Bajo del autobús.

1 de septiembre
Otra vez no estás. ¿Por qué siempre tienen que pasar varios días para que te vea? Hay una gran diferencia entre el horario del autobús que tomo y el siguiente, así que no es posible que tomes otro.

Intento hacer memoria y descubro que hay un patrón en las veces que te he visto: siempre han sido en lunes. ¿A dónde podrías ir solo los lunes, tan temprano? Quizá a alguna clase de algo, o a realizar alguna actividad… no lo sé. Tu forma de vestir tan natural y el hecho de que no cargues nada me dicen poco.

5 de septiembre
Mi teoría resulta ser cierta: es lunes y estás ahí. Tengo toda la semana planeando este momento. Esta vez seré valiente, esta vez sabrás lo que te quiero decir, ya sea a través de mi sonrisa, de mis ojos o de lo que sea… pero lo sabrás.

Intento ser un poco más discreto y, en lugar de fijar mi vista en ti durante todo el camino, pretendo que leo mi libro y en ocasiones volteo a verte. Ves el piso, como siempre, con la mirada perdida.

El tiempo transcurre y comienzo a tener ansiedad. Ya falta poco para llegar a mi destino y no me ves. ¿Por qué soy así? Cualquier otra persona ya se hubiera sentado a tu lado y te hubiera dicho «hola». ¿Por qué algo tan sencillo tiene que ser tan complicado?

Cuando faltan cuatro calles para bajarme y cuando tengo la ilusión a punto de caer al piso que tanto miras, finalmente, volteas. Nuestros ojos se conectan por segunda vez. Me doy cuenta de que siempre he estado solo. No sé lo que es enamorarse de alguien… pero creo que debe ser algo muy parecido a esto.

Ni siquiera es necesario que recuerde todo el plan que había creado para este momento; te veo y el hecho de saber que me miras es suficiente para que mi cuerpo reaccione por sí solo y me haga sonreír. Siento cómo se forma en mi rostro una sonrisa sincera y me llena de alegría que te la esté dirigiendo a ti. Ruego por que puedas notar eso, que no es una sonrisa cualquiera y que eres tú quien ha logrado que yo tenga una así.

Mantenemos la mirada fija por varios segundos, no sé cuántos… Tu expresión cambia y me sorprendo cuando por primera vez noto un poco de color en tu rostro; después, sonríes; por primera vez, sonríes.

Miro por la ventana que está detrás de ti y me doy cuenta de que estamos a punto de llegar a mi universidad. Tomo mi mochila con prisa y continúo mirándote mientras me levanto y camino. Bajo del autobús sonriendo y, al estar en la banqueta, miro hacia tu ventana y me llevo la sorpresa de que me sigues viendo.

El autobús sigue su camino. Siento el impulso de dar un salto en plena calle, para después comenzar a reírme. Las personas me ven de forma extraña, pero no me importa, porque lo logré.

12 de septiembre
Un bebé llora en los brazos de un hombre mientras espero mi autobús. Cuando llega y subo, te veo desde el primer momento. Puedo notar que tu mirada también me busca, pues me ves precisamente en cuanto abordo. Sonrío y siento el rubor formarse en mis mejillas. Me dirijo a mi asiento y, esta vez sin disimular, volteo a verte instantáneamente. Nos sonreímos y mi color facial te ocasiona una pequeña risita.

Me siento feliz. Pasamos todo el camino comunicándonos a través de nuestros ojos y, a partir de ese día, comenzamos una especie de ritual que repetimos todos los lunes, que consiste en voltear a vernos ocasionalmente, provocando la reacción espontánea el uno en el otro.

19 de septiembre
Un hombre sube con una bocina enorme colgada en su hombro y comienza a reproducir su música a todo volumen, como si los pasajeros quisiéramos escucharla.

La canción es regional mexicana. Te miro y, en lugar de estar molesta, noto cómo te divierte la inesperada situación. Cuando haces contacto visual conmigo, comienzo a pretender que bailo en mi asiento, abrazando el aire como si fuera mi pareja. Te llevas las manos a la boca para contener tu risa.

26 de septiembre
Mis profesores se empeñan en darme cargas de trabajo aún más enormes, por lo que el lunes estoy muy cansado y, después de sonreírte una sola vez, me quedo dormido en el autobús.

Cuando despierto, faltan solo dos calles para llegar a mi universidad, así que me apresuro a levantarme. Ya de pie, caigo en cuenta de que estuviste ahí todo el tiempo y me da mucha vergüenza.

Te sonrío mientras me dirijo a la puerta trasera y, al bajar del autobús, miro hacia tu ventana. Pones tu celular en el cristal y observo en él una fotografía que me tomaste durmiendo. Ríes y no sé cómo sentirme; me da pena que me haya sucedido eso… pero en el fondo estoy emocionado.

3 de octubre
Estoy sumergido en nuestros juegos usuales. Tu mirada perdida ya casi nunca está presente y, si bien no me doy todo el crédito, me complace estar contribuyendo a ese cambio. He aprendido a disfrutar esos pequeños momentos contigo. Hemos creado un lenguaje que no involucra sonidos y todo lo que sabemos de nosotros es lo que nos demostramos en ese autobús, cada mañana de lunes.

Durante una de nuestras miradas compartidas, sonríes, apoyas tus manos sobre tu asiento, tomas impulso y te mueves al asiento de al lado.

Me quedo quieto. Me estás ofreciendo que me siente a tu lado. Me estás ofreciendo que rompamos ese ritual que hemos hecho y que demos un paso más.

Mi sonrisa sigue en su lugar, pero ahora es una nerviosa. Pienso en todas las posibilidades e intento convencerme de que todo estará bien, de que es una buena señal… pero no me atrevo.

Los minutos avanzan y mi recorrido llega a su fin. Cuando me levanto para bajarme del autobús, pretendo que nada sucedió y te sonrío como siempre. Obtengo tu sonrisa de vuelta, pero puedo notar que es un poco menos expresiva que la que estoy acostumbrado a recibir.

En cuanto desciendo, me siento en la banqueta y apoyo mi cabeza contra mis piernas.

10 de octubre
Durante los primeros momentos de nuestra mañana, todo parece normal con nuestros jugueteos de siempre.

Tras avanzar durante un rato, veo cómo apoyas tus manos en tu asiento… y sé lo que viene. Acierto, pues te mueves de lugar y me ofreces sentarme junto a ti.

Intento tomar valor. Exhalo y me dispongo a hacerlo. Inclino mi cuerpo hacia adelante y comienzo a levantarme, pero, justo en el momento en el que mi cuerpo deja de tocar mi asiento, el miedo me invade y regreso a mi lugar de un sentón.

Me quedo mirando mis pies, porque tengo mucha vergüenza. No quiero mirarte. Hubiera sido mejor que me quedara ahí sentado. Ahora sabes que intenté hacerlo y que no me atreví.

Siento un enojo indescriptible contra mí mismo, al cual le dedico mi atención durante el resto del camino. Cuando una chica pide la parada del autobús en mi universidad, me levanto rápidamente, desciendo y emprendo mi camino mirando hacia adelante, sin verte. No puedo. Estoy muy avergonzado. No quiero saber qué piensas de mí ahora. No quiero.

17 de octubre
Por primera vez, deseo que al subirme al autobús no estés ahí. No sé con qué expresión mirarte, no sé qué decirte, no sé si deba ir a disculparme o si sería bueno explicarte las cosas de una vez por todas. No sé, no sé cómo funciona esto, es un mundo nuevo para mí.

Cuando abordo el autobús, ahí estás. Tu mirada se dirige al piso, igual que cuando te conocí, pero esta vez tu rostro luce distinto; no expresa tristeza… es otra cosa, es como si la confusión, la decepción, la duda… todas estuvieran peleando entre sí dentro de ti.

Tomo mi asiento y durante todo el recorrido busco tu mirada. Busco hacer contacto visual, como solemos hacerlo, y así explicarte que no es mi intención. Quiero que sepas que mi miedo es más grande que yo, pero que quiero conocerte, que has cambiado el sentido de mis mañanas desde que te vi, que me encantaría entrar en tu mundo, saber más de ti… pero que no me atrevo, que siempre he estado solo y que he sufrido… pero que puedo ver cómo tú comprenderías eso y cómo podríamos apoyarnos mutuamente para salir de lo que nos atormenta.

Tu mirada no sale del piso; es hasta el final, hasta el momento en el que me levanto para preparar mi descenso, que volteas hacia mí. Tus ojos están completamente abiertos, pero no muestran el brillo que tenían antes. Tu cara expresa una duda que me preocupa.

Me bajo del autobús y ya no sé en qué pensar.

24 de octubre
Cuando abordo el autobús, me sorprendo al verte con audífonos; jamás los habías llevado antes. Una parte de mí cree que es una casualidad y que te los quitarás al verme, pues me darás la oportunidad de reparar las cosas… pero fallo, no lo haces. Todo el camino miras el piso, sumida en tu música.

Me desespero. Sé que tengo el poder de levantarme, ir hacia ti, sentarme a tu lado y abrir mi boca para explicarte todo y pedirte la oportunidad de mostrarte la realidad… pero no lo hago. Permanezco sentado.

31 de octubre
Siento como si algo cayera dentro de mí cuando subo al autobús en un lunes, miro tu asiento y no estás.

Durante el camino, no dejo de pensar. Sé que aquello fue mi culpa y sé que estoy dejando ir esa oportunidad por cobarde, lo sé, pero… no estás aquí hoy por una coincidencia, ¿verdad? Algo pasó. Quizá te enfermaste o perdiste el autobús u hoy no tenías que ir a cualquiera que sea el lugar al que vas… Sí, algo así pasó. No tiene nada que ver con lo que ha sucedido entre tú y yo; el próximo lunes estarás aquí y todo estará bien… ¿verdad?

7 de noviembre
¿Por qué no estás aquí?

He pensado por mucho tiempo. No pasa un día sin que este asunto aparezca en mi mente y ahora estoy decidido, ¿sabes?, lo estoy. Mi temor no puede ser más grande que yo y tengo que demostrarme que sé controlarlo. La próxima vez que te vea me sentaré a tu lado, aunque no me ofrezcas el asiento, y te hablaré. Conocerás mi voz y con ella te diré todo lo que ha pasado, cómo me has hecho sentir desde que te vi, cómo no me gustaba verte triste, cómo te quiero conocer… Te lo voy a decir, te juro que lo haré; solo necesito volver a encontrarte.

14 de noviembre
No sé cuál sea el lugar al que sueles ir los lunes, pero sé que estamos a mediados de noviembre y que ninguna escuela ni empresa tiene vacaciones todavía. ¿Dónde estás? Por favor, no me hagas esto. Necesito explicarte todo… Vuelve, vuelve…

28 de noviembre
Hace más de un mes que no te veo. No te escribo todos los días, pero sí te pienso.

Subo al autobús y de nuevo veo tu ausencia. Camino por el pasillo y me tomo la libertad de hacer lo que nadie nunca ha hecho, al menos no en mi presencia: tomar tu asiento. Me siento en ese espacio que hiciste tan tuyo, desde el que tantas veces te vi pensar, te vi reír… te vi invitarme a estar ahí, a tu lado.

Cubro mi rostro con mi chamarra.

12 de diciembre
Es el inicio de la última semana de clases del semestre. El espíritu navideño ya se respira por doquier y el frío comienza a incomodarnos a todos.

Mi mochila se siente liviana. Finalmente, la carga de trabajo terminó y el ciclo escolar llegó a esos días en los que los alumnos vamos únicamente a recibir indicaciones finales.

Espero el autobús en una parada ya casi vacía y, cuando llega, lo abordo. Subo, le pago al conductor y comienzo a caminar por el pasillo, viendo mi asiento. Estoy enfocado en eso, pero alcanzo a vislumbrar algo a la izquierda.

Me detengo en seco. Volteo hacia el asiento que está al lado del mío, pasando el pasillo. El autobús comienza a avanzar y yo agarro uno de los tubos del techo para no caerme, porque me distraigo… porque estás ahí.

Miras tu celular, sonriendo gracias a algo que estás leyendo en él. Recuerdo la promesa que me hice y camino hacia mi lugar, decidido a aprovechar la oportunidad y al fin reparar todo. El frío no detiene el sudor de mis manos.

El asiento junto a ti está ocupado, así que me propongo sentarme en el mío, estirar mi brazo por el pasillo para tocar tu hombro y ahora yo ofrecerte el lugar junto a mí.

Me siento y te miro. Realmente estás ahí. Te ves muy diferente de como te recordaba, luces más tranquila, más sonriente… No parece haber rastro de aquella chica cabizbaja que conocí meses atrás.

Comienzo a estirar mi brazo en tu dirección, pero un sonido me detiene: tu risa. Por primera vez te escucho.

Con una sonrisa en el rostro, estiro mi brazo nuevamente. Lo acerco a ti, hasta que descubro que tu risa no la está ocasionando algo que lees en tu celular y que el chico que va a tu lado no es un extraño, sino que viene contigo. Mientras te ríes, él rodea tu cuello con su brazo, acerca su rostro al tuyo y besa tus labios. Tú acaricias su mejilla y le diriges esa mirada que me resulta familiar.

El camino me parece eterno. Intento mirar por mi ventana para distraerme, pero no funciona. Saco mi libro e intento leerlo, pero no comprendo nada. Escucho música, pero las melodías suenan lentas y sin chiste.

Mi universidad finalmente aparece ante mi vista y, mirando el piso, me levanto y pido la parada. Bajo del autobús y comienzo a correr, temblando por el frío y por la impresión. Siento que mi cara dice cómo me siento, porque percibo cómo se me quedan viendo los que pasan a mi lado. Sigo corriendo hasta llegar a un baño y me encierro en un cubículo. Lanzo mi mochila a una esquina, me siento en el piso, pongo las manos en mi rostro y comienzo a llorar.

Permanezco ahí durante más tiempo del que percibo, porque pierdo mi primera clase. Cuando salgo, lavo mi cara. Camino para tomar un poco de aire y, cuando llego al salón, le pregunto a mi amigo si todavía está vigente su oferta de pasar en su auto por mí todas las mañanas, a partir del siguiente semestre.

Imagen: chuddlesworth en Flickr.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: