
—Mira, mami, ya no me duele.
Mi pequeña hija presiona suavemente con su dedo índice el moretón que se hizo hace unos días al golpearse con un columpio.
La oración resuena en mi cabeza y mi alrededor se paraliza por un instante mientras lo contemplo.
Miro la pintura de las paredes y la solidez del techo. Nuestro departamento está terminado. Después de dos años construyendo, pintando, corrigiendo, viendo aparecer nuevos gastos de la nada, estancándonos porque el dinero ya no alcanzaba… tenemos un hogar firme para nosotras dos. Es lejano ya el recuerdo de mi hermano estacionándose ebrio frente a la vieja casa de mis papás, que en paz descansen, con pistola en mano, gritándome que me saliera con mi bebé en brazos porque, aunque no había testamento, según él y su enfermedad, esa casa era suya. Los sonidos de los balazos al aire, tan efímeros en realidad pero tan torturadores en mi cabeza durante meses, hoy, finalmente, han abandonado mi pensamiento del día a día.
Miro mi título universitario enmarcado. Mi agenda de la semana está llena de pacientes. Mi nombre suena frecuentemente cuando alguien de la ciudad pide que le recomienden a una psicóloga. Muy atrás han quedado los días de ser estudiante por la mañana y mesera por las tardes, que luego se convirtieron en ser mamá por las tardes y por las noches. Parece que fue en otra vida cuando me quedaba dormida en la barra de la pizzería y me despertaban las manos de un gerente drogadicto frotando mis senos.
Miro los ojos de mi pequeña. Ya ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que lloré a su lado, mientras ella dormía, por el hambre que sentía al preferir que fuera ella la que comiera, pues el dinero no alcanzaba para dos. Hace años que no me recrimino por haberla dejado tanto tiempo bajo el cuidado de mi mejor amiga, preguntándome para qué había tenido una hija si no la podía atender como se merecía.
Miro el pergamino enrollado que está en la mesita. Pablo vino a dejarlo en la puerta anoche, cuando yo no estaba. «Por nuestro segundo aniversario», dice la nota que me invita a un restaurante esta noche, acompañada por el hombre que desde hace dos años me ha hecho conocer que el amor y el respeto sí pueden existir. Parece que fue hace demasiado cuando el papá biológico de mi niña, el borracho que creí que era mejor que la soledad, puso un cuchillo en mi ombligo y me susurró que no lo volviera a buscar, porque estar embarazada era mi culpa «por haber abierto las piernas».
Miro en mi mente todo, pero hoy todo se ve tan lejano… y también se ve lejana la mujer que lo vivió.
Coloco la pequeña mano de mi hija sobre mi pecho.
—¿Qué tienes, mami?
—Lo mismo que tú, mi amor: ya no me duele.
Imagen: «talkingplant» en Flickr.
Hola :)Me ha encantado el texto, como alguna heridas cuestan demasiado de curar pero se puedeUn beso
Me gustaMe gusta